"Los afanes de una vida"
Artículos en los semanarios jaqueses
"La Unión" y “El Pirineo Aragonés

JUAN LACASA LACASA

 

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EVOCADORAS PROCESIONES JAQUESAS

25/06/1968

A Carlos Echeto, emigrante jaqués

Procesionar por las viejas calles jaquesas, poso urbano de siglos, es repasar en una hora geografía local y comarcal y escuchar un latido histórico inextinto, en que a la estampa religiosa se une confundido todo el ayer tan nuestro, mezcla de fe, pasado, permanencias y evocaciones. Puede mezclarse la oración al recuerdo de quienes fueron, hace unos años, entre las mismas filas y sentirse a la vez transeúnte en el tiempo, desfilador provisional.

El erudito Lacarra, vecino navarro inserto en Cesaraugustana Alma Mater, jaqués del estío, nos habló de Las Calles de Jaca desde la hondura medieval. Y Casas Torres, geógrafo del Reino aragonés-catalán-valenciano, trazó la geografía urbana de la ciudad. Cuando en las fiestas preceptivas desfilamos por Jaca nos bulle en la cabeza, burbujea en el corazón, tiembla en los ojos, todo el escenario materno, al que algo hondísimo nos ata, ajeno al tirón emigrante, a la llamada del padre Ebro o de la inmensa colmena castellana del Madrid de los Felipes. Se integran lecturas y recuerdos, visiones y presentimientos, se hace como un cine retrospectivo de mezcladas vivencias y la película de nuestra pequeña vida se proyecta sobre la cuadrícula de las calles asomadas a pirenaicos horizontes.

Algún canto, animado por piadosas voces, da un fondo de plegaria hecha lirismo y orfeón que suena a canción de cuna jaquesa, en que blandamente apoyar sin esfuerzo la pensativa frente. Llamean los cirios al compás del viento de cada esquina, simbólico polimorfismo que en sus llamas nos habla de la cambiante vida, extinción, nuevo fuego, ardor, animación o punto que va a apagarse. Nos compartimos en dos bandos amigos, los procesionantes y los espectadores, que en aceras o balcones ponen un marco humano al sencillo espectáculo de nuestra fe hecha calle, respetuosa ostentación de símbolos, de banderas, de pasos, de niños comulgantes o de teatrales personas de la Pasión en el Viernes Santo, de pompa barroca en las nubes y en los alados ángeles del Corpus, con la custodia en plata levantando en sus pisos y torres al Dios Presente hecho Hombre. O un punto de folklore, de campo entrado en la ciudad, de calzón baturro en austera línea montañesa, con el arma sonora del seco palo de los danzantes, guardadores de la Urna de la Santa, ya limpia del papel conjurador de brujerías. Así, abril, mayo, junio, Semana Santa, Corpus, Santa Orosia, festival jaqués de lo cristiano que a veces asombra al extranjero en su realismo plasmador de la fe milenaria que quiere concreciones plásticas y visibles.

Los rumbos de las procesiones jaquesas tienen algo de giros de nuestra Historia, con ese marchar desde Catedral por Echegaray (decimonónico nombre de sabio y literato que llegó al Nobel escandinavo) y cruzar breves la calle Mayor como primera incidencia en el centro de un ocho que redondearemos. Ya bajamos por Carmen, ya hemos dejado escaparates y hasta algún magasin al día, alguna esquina bancaria, y enfilamos esa calle de la Virgen que combina lo discretamente profano del bullir de La Unión y la tranquila piedad de los Capuchinos, sucursal vasconavarra, que no se turban con el chinchín de madrugadas y reanudan su campanear matutino puntualísimo llamándonos a Dios.

Ya llegamos a Costa, calle antes muy agrícola y ahora un tanto mecanizada, con autos, tractores o bicicletas, culminando en la esquina Suroeste en que vamos al Coso, pero antes daremos una mirada al Poniente navarro, que escucha cada Viernes de Mayo las salvas matutinas de floreados mozos.

El Coso es como un ancho carril aun ganadero, con un olor a establo que ya no molesta, pues se ha reducido hasta casi la nada. Hemos dejado el Castellar, que era una ventana medieval. Y en Ferrenal, anchamente, nos asomamos a la estampa de Oroel, tan tangible allí, tan cercana, como si la mano se acercase al pinar o hundiera los dedos en las fontanas frías brotadoras del suelo. Ya nos echamos hacia el Norte, mirando a Collarada, dejamos la Parroquia de Santiago, renacida al románico de sus arcadas que durmieron bajo la cal de siglos. Pasamos, silenciosa, la cerrada casa del Marqués. Ya pensamos que muchos años un nonagenario, guardia civil de otra centuria, se asomó al balcón y entregó su oración al cortejo. Ya llegamos a la Torre de la Ciudad. Recordamos vagamente unos Jueves Santos en que la bandeja limosnera se ornaba con argollas realmente de hierro encadenador de presos. Ya volvemos a la pequeña solemnidad de la calle Mayor.

Y marcharemos hacia Oriente, a vislumbrar el perfil del monte de Santa Orosia con un verdor primaveral y campesino que invita a caminar hacia él con los romeros desde Yebra. De nuevas las Benitas nos sumen en el Medievo y pensamos que hasta las cenizas de Doña Sancha perecieron. Ya entramos en el ligero laberinto de Hospital, donde la curva de Gil Berges, jurisconsulto y Ministro en el 73 y la de Puerta Nueva, recuerda Lacarra, eran el perfil Oeste del Jaca primitivo y precatedralicio. Enfilaremos Bellido, nombre de Don Saturnino, olvidado filántropo local que proyectó el Canal y que no cobró ni un lápiz. Volvemos a origen, a la plaza de la Catedral y del Mercado, donde en el día del Corpus y el de la Patrona el campaneo tiene una alegría anchísima y tronante de liturgia española que da gritos, que golpea en el viento, que desciende solemne con anchura de vuelo de paloma. Y ya el frío interior del templo, austero, exento de añadidos, con su pura piedra de 1063 (o de cuando diga Antonio Ubieto Arteta) y sus lámparas entonadas. Allí el Prelado cierra ceremonias y volvemos a casa cumplido otro deber jaqués.

Yo sé que todo esto es como humo, un fantasma de mi cerebro, un dejar escapar inconcreto de memorias jaquesas. Ya no sé si fue Azorín o fue Machado el que dijo: “La realidad no importa, lo que importa es nuestro ensueño”. Y con esta cita de pequeño lector local puedo justificar el apartarme una vez del artículo, demasiado estadístico, demasiado demográfico, demasiado administrativo y social que tantas veces hice para Jaca también. Es como una discreta ración de fantasía que quiere servir, ¿por qué no?, de oración a la Patrona Montañesa.

JUAN LACASA LACASA

 

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