"Los afanes de una vida"
Artículos en los semanarios jaqueses
"La Unión" y “El Pirineo Aragonés

JUAN LACASA LACASA

 

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JACA ENSANCHADO Y CRISTIANO

09/12/1961

La ciudad, muy vieja, milenaria pero juvenil y soñadora, no grande, mediana, ni pobre ni rica, equilibrada, se extiende y busca ensanche, supera el casco multisecular de la meseta, tirando, impulso decimonónico, a la vía del tren. Es un Jaca claro, abierto al sol en la media ladera, de ondulación discreta, con chopos verdeantes en ondonadas y el inmenso fondo de Oruel, bajo la comba faz del cielo.

Por allí va creciendo, ya muy lejos de las murallas, recuerdo medieval que se borra, solo vivido por los más viejos. Barrios blancos y leves, alzados por una España ligera e impetuosa, que prodiga el esfuerzo y hace diario lo inicialmente milagroso. Lo soñaron los padres y abuelos, y lo han hecho los hijos, insertando huella de decenios fecundos, fruto de dolor y de sangre, al reencontrar caminos de paz.

Y entre las casas encaladas, limpias, suficientes, también hubo dinero, del de todos, para comunes hogares del espíritu, del alma moral, Iglesia, y del alma intelectual, Escuela. Este domingo, el Pastor de la grey montañesa penetraba el recinto que iba a hacerse sagrado y oficiaba la Misa primera. Tenía la mañana un aire festivo entre la lluvia inverniza, sobre el barro aun no urbano, campo que olvida el trigo sin saber el asfalto.

La Iglesia del barrio estrenaba todo: muros, torre, campana, feligreses, Párroco ilusionista, cordial e infatigable. Los cirios proyectaban un humo temeroso e insólito, que iba haciendo litúrgico el aire, campesino hasta ayer y hoy recoleto. La fugaz estalactita de la cera terminaba patinando el suelo recién enlosado, y las pisadas silenciosas iniciaban una procesión que durará siglos, reiterativas, diarias, acudiendo al nacer, amar y morir, como decía el Prelado, a levantar el corazón a lo divino. Sonaban en el coro voces armoniosas y el pueblo recitaba el latín donde aun había un eco de los albañiles.

Allí estaban, con alma colectiva, los habitantes de la Barriada. Obreros alejados de la calle Mayor, un poco en su isla de barro, ajenos al devenir local minucioso, y los recién insertos en las casas repartidas. Y, muy importantes, estrenando jacetanismo, los trasplantados del recóndito valle integrado en nuestro término. Coincidencia feliz, que habrá dictado la Providencia, moviendo cada hoja, hasta las de papel, y puso fin, dos días antes, por el Gobierno entero, a prolijo expediente fundidor de aquellos pueblecillos de la Garcipollera.

 

Entre las paredes flamantes, rememorábamos la misa de romería en el remoto Iguácel románico, inserto en la feroz “glera” de la barrancada. Aquel Iguácel de misa cantada y hasta aquel desfilar, para el óbolo, en el Ofertorio, mientras el Alcalde de Acumuer, pastoril, montañero y filarmónico, hacía sonar un violín insospechado.

Llegaban, desde el Jaca de siempre, el señor Obispo y las Autoridades, llegaba el pueblo piadoso y tradicional. Y sobre todo, llegaba Dios. Nos sonaban los versos de Agustín de Foxá, evocador en las Catacumbas: “Esos que fueron comulgando a Cristo debajo de la espiga y las raíces... Quien dirá a estas semillas que, algún día, reventará la tierra, en floración de cúpulas altísimas, decoradas de frescos y campanas”. Y los del Camón Aznar eucarístico y absorto, el de su “Misa en la Revolución”, espantado ante el todopoderoso: “Tu ere Tu. Trompetean tus soles, se alzan los mares como solios vivos... Aleluya... Alas de Ángeles derriban los azules. Un hombre te requiere y sobre sus brazos caen Señor, fúlgido y vertical como un astro”.

Nos parecía que Dios se avendindaba, pródigo, sin reservas, redentor de todos, y había ido a la Estación porque era también suya, porque eran de Él aquellas almas de extramuros de la Ciudad Catedralicia, de la ciudad pavimentada. Dios pasaba el barro sin asombrarse, pues en peor lugar nació. Aquel aire encerrado, arquitectónico, vio como el celebrante alzaba la Forma, grande y blanca, circular, y “Hoc est enim Corpus Meum”, entraba allí por vez primera, repitiendo el milagro del Jueves Fundador, el milagro del Nuevo Testamento, el mandamiento del Amor, Amor suyo, amor de unos a los otros por Él.

En la conciencia ciudadana, dándole gracias, creíamos cumplida una deuda de nuestro tiempo. Puede haber un escrúpulo, muy hondo, en hacer solo estadios, por no decir “salas de fiestas”. Había que insertar, antes que eso, mandando en eso, española y misionalmente, capillas blancas junto a las casas recién encaladas, naves para el ensueño volador de las almas que creen. Había que encender, novísima, virginal, una primera luz junto al Sagrario. Una luz que Dios hará que dure siglos, milenios si el ladrillo puede durarlos, en un Jaca perdurable que crea siempre en Dios.

JUAN LACASA LACASA

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