"Los afanes de una vida"
Artículos en los semanarios jaqueses
"La Unión" y “El Pirineo Aragonés

JUAN LACASA LACASA

 

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MADRE PREDESTINADA

27/06/1959

Desde la bruma de un tiempo remotísimo, de la rudeza medieval que sentimos en trasfondo de siglos, subsuelo inmemorial, proyecta Santa Orosia el frescor de su gracia; camina hacia nosotros, repetidísima y nueva, sobre un paisaje eterno, marco de su llegada, de su martirio y su permanecer.

Imaginamos el recio Cristianismo de hace un milenio. La vida en esta Montaña sería dura, incomunicada, sedentaria. Las calzadas romanas, apenas un recuerdo. Los caminos europeos, lentos, larguísimos, misteriosos. De pronto, desde el Sur, subía la marea musulmana, arrolladora, incontenible, del calor africano, del continente negro. Nuestro orbe cristiano temblaría y el Pirineo era un refugio final, un rincón de defensa, una guarida. E iban a convivir, enfrentados, tensos, dos conceptos del Mundo y de Dios.

De una tierra lejana, del corazón europeo, separada de España por enormes jornadas, meses de caminar, llegaba la Doncella, frágil, predestinada, a encontrar un camino de sufrir y de gloria. Surgiría el contacto, el encuentro, y enseguida la terrible disyuntiva de lo eterno y lo fugaz. Y en el alma de la Santa habrá, súbita irrefrenable, consciente de su fuerza, la decisión de resistir, apoyada en celestiales fuerzas, las mismas que hicieron salir, sonrientes, a los primeros mártires a la arena de los circos. No hubo armisticio ni paz, sino brutal imposición, golpe de alfange, fuente de sangre y de dolor.

Desde un azul límpido y fresco, de un cielo pirenaico, claro, frente a la violencia de los hombres, bajarían simbólicas, buscando su mano de marfil y su cabeza separada, la palma y la corona, para dejar a Santa Orosia en este paisaje, Patrona, mediadora, celeste enviada.

En cada Junio, en mañana de estival impaciencia, caminan sus cenizas por la Ciudad pequeña. Sale a la luz su tumba transportable; se acerca a los devotos; se exhibe y se materializa; desciende del altar y aparece desde un fondo de mantos, capas de gratitud y de esperanza, pegadas a sus huesos. Reza el pueblo con una fe antigua y no perdida, con certeza de que está allí guardándonos. Y en medio de canciones y plegarias, de suspiros y lágrimas, retorna a su silencio y a su quietud. Porque en remoto tiempo, Dios la envió a nosotros predestinada, y ella aceptó el camino que le daba: Virginidad, Martirio, celestial reina y Madre de la Montaña jaquesa.

JUAN LACASA LACASA

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